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El silencio y la palabra

Silencio, vacío, oscuridad, la nada.

¿Es esto verdaderamente así, tal como sugiere el significado literal de estas palabras?

¿Cuando alguien -un orador, por ejemplo- no pronuncia palabras, conlleva ese silencio un vacío o la nada?

Esto del silencio tiene su misterio. En él habita, por ejemplo, la respiración -hecho fundamental de la vida- que matiza las creaciones de los artistas. Músicos, escultores, pintores, bailarines, actores. Todos nos vemos afectados -cada cual a su modo- por la respiración que, además de imprimir el carácter individual, conlleva todo un discurso, implícito, que no siempre es fácil percibir e interpretar con acierto.

En el silencio se alojan también los impulsos -gestados en la respiración- y esto afecta de manera igualmente poderosa a quien escribe, a quien pinta, a quien canta. Piensen en los espacios entre pinceladas de Picasso, o Canaletto (sus diferencias), o los espacios entre palabras y párrafos de Robert Walser, de José Ángel Valente o Leopardi.

Allí habita el sello vital de sus creaciones, independientemente de sus referencias culturales.

Yo trabajo con palabras. El silencio que se abre entre unas y otras es el espacio de la respiración y los impulsos, que crean, también, la gestualidad. El silencio es el lugar para construir una correcta verbalización de las palabras de manera que puedan ser cabalmente percibidas. Y lo es porque permite darles la entonación, el color, la energía y densidad adecuadas para que suenen como únicas, nuevas y vivas. El silencio contiene, también, las palabras no pronunciadas que completan, matizan, o incluso contradicen, aquello que decimos en voz alta.

Pedro Mari Sánchez en ‘La vida es sueño’ (1997).

Lo cierto es que este asunto siempre me ha dado vueltas en la cabeza.

Hace años, con motivo de las representaciones de ‘La vida es sueño’ con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que dirigió -para mi fortuna- Ariel García Valdés en los tiempos del gran Adolfo Marsillach, me hicieron una entrevista en la que hablamos largo rato sobre la importancia del texto; en él residía todo, todo en él se contenía y todo lo condicionaba, para bien o para mal.

Recuerdo muy bien que, ante la grandeza de un personaje tan majestuosamente construido por Calderón como lo es Segismundo, me preguntaron qué espacio me quedaba a mí, como intérprete, a la hora de encarnarlo.

Me vino a la cabeza de inmediato esto de lo que les estoy hablando: el silencio, la respiración, el espacio -perceptible o no- que se abre entre las palabras.

Mi respuesta fue: yo escribo el silencio.

La palabra como constructora de mundos

La Orden Literaria Francisco de Quevedo me invitó a ser mantenedor de la última edición de su Certamen Poético. Me pareció, entonces, que se trataba de una magnífica ocasión para explicar mi visión -comprobada a lo largo de toda una vida trabajando con ellas- del poder y el alcance que tienen las palabras.

Podemos usar las palabras para construir el mundo. Y hacer que sea un hermoso mundo. O podemos empobrecerlo, usando mal las palabras. Podemos, incluso, llegar a destruirlo.

 

Cicerón decía que un buen orador es capaz de llevar al precipicio a una multitud. Pero también decía que un orador solo es tal si la limpieza de espíritu y su compromiso con la verdad sustentan sus discursos.

El misterio acerca de cómo surge el lenguaje tiene paralelismos con los mitos de la Creación en muy diversas culturas. Yo creo que el lenguaje surge para poder entender el Universo. Ambos se expanden pero, ¿experimentarán ambos una deceleración y volverán a comprimirse hasta volver a la nada, la oscuridad de la conciencia?

El lenguaje, en mi opinión, sí se está comprimiendo. Y empobreciendo.

Digamos palabras de construcción del mundo, ampliemos nuestro lenguaje. Cuidemos nuestra forma de hablar, en fondo y forma, pues no puede existir uno sin la otra.

Si cuidamos así, de manera completa, nuestras palabras, cuidaremos del mundo.

 

Justo Alonso lo sabía

El Lliure en pie. El de Gràcia. Los espectadores nos mirábamos, conscientes de haber vivido un momento teatral irrepetible. La gran Anna Lizaran nos había cautivado con su Lear extraordinario, en un montaje único de Ariel García Valdés, que también hizo la nueva dramaturgia de ese texto universal y sin tiempo, al que tan difícil resulta querer montarle inventos con éxito.

Pero allí estábamos, absortos y emocionados.

Fue entonces cuando le descubrí, a unas filas de distancia, aplaudiendo con la mirada fija en el escenario, concentrado en el instante, y giró su cabeza hacia mí, como si hubiera oído mi voz diciéndole: “qué bueno coincidir aquí contigo, qué enorme alegría me produce. Cuánto dice de ti tu presencia discreta en este  lugar hoy, precisamente, con este cartel”.
Justo Alonso, el productor por antonomasia de este país, me sonrió como diciéndome: “bienvenido al gran teatro”. Justo me había visto crecer. Fue mi primer productor teatral y era el hombre que lo conocía todo del teatro, pero al que toda la gente del teatro no conocía. No en toda su dimensión, al menos. Era un personaje vivo, contradictorio, arriesgado, generoso y pirata a la vez.

“Injusto Alonso” llegó a ser su sobrenombre entre los cómicos, siendo igualmente injusta esta simplificación tan española.

De ‘tertulia’ con Justo Alonso, Alfredo Matas, Andrés Kramer y Guillermo Marín. Archivo personal Pedro Mari Sánchez

Justo era hijo de una España de triquiñuela. Y una fantástica contradicción andante, como para mostrar al mundo -el de esta profesión y el de la intelectualité– que lo más lúcido e interesante de esos años de grisura se fraguaba con guiños lázaros, entre trucos que habían de sortear censura política y moral, escasez económica y negocio de puesto de mercado ambulante; nada de industria. Como tampoco lo es ahora.
Justo hizo tantas cosas… Aguantó con ‘La taberna fantástica’, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, un chaparrón de carencia de espectadores de proporciones inhumanas, hasta que, a fuerza de perseverar, aquello que siempre había creído, -que el espectáculo era una bomba y su protagonista, El Brujo, una figura singular-, se acabaría imponiendo a la falta de publicidad, las fechas, la sala (no comercial), y un largo etcétera.

La función se convirtió en un éxito clamoroso.

Justo tenía olfato. Sabía de teatro. Le gustaba el teatro. Amaba el teatro. Estas tres cosas que son imprescindibles para la vida del teatro, su gestión y promoción.

Los errores que se cometen desde la verdadera pasión y el riesgo son mil veces más fructíferos que la falta de vida, lo previsible, la apariencia de seriedad y la ausencia absoluta de amor por esta artesanía, que necesita, más que nunca de compromiso, talento, exigencia, conocimiento. Y Justo Alonso lo sabía.