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Qué bonitas son las palabras

Había sido una semana de leer a Lledó, a Ordine, a Lakoff y a Salmon.

De estar indagando, rata curiosa, intentando siempre ampliar y mejorar el estudio y la comprensión de aquello con lo que me gano la vida.

De reforzar lo que tantas veces he defendido y en lo que creo profundamente: que la palabra tiene el poder de crear realidades y de destruirlas. Que por más inocente que parezca, no es inocua. Y que retorcerla y, sobre todo, pervertirla nos lleva a un mundo igualmente retorcido y perverso.

Pensaba en la neolengua que describió Orwell en ‘1984’, en cómo aceptamos y hacemos nuestros, con asombrosa facilidad, términos desnaturalizados, simplificados, desprovistos de su significado original, resemantizados, sin pensar que, con ellos, estamos aceptando, sin cuestionarla, la realidad que enmascaran.

Pensaba en si no me estaré pasando de extremista cada vez que digo que la economía lingüística parece ya economía de guerra y en cómo encajaré de aquí a unos años en una sociedad que, a fuerza de ahorrar tiempo para comunicarse, ha vuelto a inventar la taquigrafía.

En todo esto pensaba mientras masticaba lo leído, tomaba notas, subrayaba.

Entonces, en la sala de mi casa de la isla, como si me leyera el pensamiento, sonó la voz quebrada de mi madre: «Sí, claro, qué bonitas son las palabras».

 

A mi madre la he visto hacer magia de muchas formas, así que no me sorprendió lo más mínimo. Pero también es de natural pragmático y tiene escasos arrebatos de ensoñación y cursilería, además de una operación de cuerdas vocales, a resultas de una mala intubación, que la lleva a no malgastar un ápice de aire espirado. Y un carácter dado a la coña sarcástica que, con los años, no ha hecho más que acentuarse.

De modo que una sentencia así solo podía ser pronunciada de manera irónica -sardónica, me pareció- y con no poco desencanto por quien ha oído lo suficiente como para no dejarse hipnotizar por lo que escucha.

En efecto, la escena que motivó la frase y que transcurría en el informativo, tenía lugar apenas dos días después de las Elecciones.

En el ínterin se habían gastado más palabras de las que somos capaces de asimilar. En la tele, en la calle, en las esquinas, en los bares. Una logorrea incesante para hacer análisis de lo sucedido, alabar lo sucedido, criticar lo sucedido, sentenciar sobre lo sucedido, alertar sobre lo sucedido y crear realidades paralelas sobre lo sucedido. No en vano las redes nos han convertido a todos en tertulianos omniscientes.

Pero huyamos de las calles, de las esquinas, de los bares, que estos días están intransitables, y volvamos a esa sala de la casa familiar donde hemos dejado a mi madre, antes de esta enorme digresión, sentada ante la tele y pronunciando con toda su retranca: «qué bonitas son las palabras» con el mismo tono que, tal vez en su juventud, aplicó a algún pretendiente palanquín que intentaba, sin éxito, engatusarla.

Nada más escucharla volví rápidamente sobre lo leído y me dije: «He ahí esa sobredosis de palabras, de relato, de la que habla Salmon y que lleva al descrédito. He ahí la necesidad de construir nuevos marcos mentales para transformar el mundo, como sostiene Lakoff».

Y, entusiasmada por la confirmación de mis hallazgos, con la solemnidad que el momento requería, respondí:

«Bonitas son, madre. Otra cosa es para qué se usan».

Pero, bien fuera porque no me oyó o porque mis palabras tampoco le interesaban lo más mínimo -¿quién puede culparla?- mi madre me miró brevemente, arqueó las cejas y siguió atendiendo al informativo con aire de quien ya lo tiene todo escuchado.

Así que miré al soslayo. Fuime. Y no hubo nada.

El silencio y la palabra

Silencio, vacío, oscuridad, la nada.

¿Es esto verdaderamente así, tal como sugiere el significado literal de estas palabras?

¿Cuando alguien -un orador, por ejemplo- no pronuncia palabras, conlleva ese silencio un vacío o la nada?

Esto del silencio tiene su misterio. En él habita, por ejemplo, la respiración -hecho fundamental de la vida- que matiza las creaciones de los artistas. Músicos, escultores, pintores, bailarines, actores. Todos nos vemos afectados -cada cual a su modo- por la respiración que, además de imprimir el carácter individual, conlleva todo un discurso, implícito, que no siempre es fácil percibir e interpretar con acierto.

En el silencio se alojan también los impulsos -gestados en la respiración- y esto afecta de manera igualmente poderosa a quien escribe, a quien pinta, a quien canta. Piensen en los espacios entre pinceladas de Picasso, o Canaletto (sus diferencias), o los espacios entre palabras y párrafos de Robert Walser, de José Ángel Valente o Leopardi.

Allí habita el sello vital de sus creaciones, independientemente de sus referencias culturales.

Yo trabajo con palabras. El silencio que se abre entre unas y otras es el espacio de la respiración y los impulsos, que crean, también, la gestualidad. El silencio es el lugar para construir una correcta verbalización de las palabras de manera que puedan ser cabalmente percibidas. Y lo es porque permite darles la entonación, el color, la energía y densidad adecuadas para que suenen como únicas, nuevas y vivas. El silencio contiene, también, las palabras no pronunciadas que completan, matizan, o incluso contradicen, aquello que decimos en voz alta.

Pedro Mari Sánchez en ‘La vida es sueño’ (1997).

Lo cierto es que este asunto siempre me ha dado vueltas en la cabeza.

Hace años, con motivo de las representaciones de ‘La vida es sueño’ con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que dirigió -para mi fortuna- Ariel García Valdés en los tiempos del gran Adolfo Marsillach, me hicieron una entrevista en la que hablamos largo rato sobre la importancia del texto; en él residía todo, todo en él se contenía y todo lo condicionaba, para bien o para mal.

Recuerdo muy bien que, ante la grandeza de un personaje tan majestuosamente construido por Calderón como lo es Segismundo, me preguntaron qué espacio me quedaba a mí, como intérprete, a la hora de encarnarlo.

Me vino a la cabeza de inmediato esto de lo que les estoy hablando: el silencio, la respiración, el espacio -perceptible o no- que se abre entre las palabras.

Mi respuesta fue: yo escribo el silencio.

La palabra como constructora de mundos

La Orden Literaria Francisco de Quevedo me invitó a ser mantenedor de la última edición de su Certamen Poético. Me pareció, entonces, que se trataba de una magnífica ocasión para explicar mi visión -comprobada a lo largo de toda una vida trabajando con ellas- del poder y el alcance que tienen las palabras.

Podemos usar las palabras para construir el mundo. Y hacer que sea un hermoso mundo. O podemos empobrecerlo, usando mal las palabras. Podemos, incluso, llegar a destruirlo.

 

Cicerón decía que un buen orador es capaz de llevar al precipicio a una multitud. Pero también decía que un orador solo es tal si la limpieza de espíritu y su compromiso con la verdad sustentan sus discursos.

El misterio acerca de cómo surge el lenguaje tiene paralelismos con los mitos de la Creación en muy diversas culturas. Yo creo que el lenguaje surge para poder entender el Universo. Ambos se expanden pero, ¿experimentarán ambos una deceleración y volverán a comprimirse hasta volver a la nada, la oscuridad de la conciencia?

El lenguaje, en mi opinión, sí se está comprimiendo. Y empobreciendo.

Digamos palabras de construcción del mundo, ampliemos nuestro lenguaje. Cuidemos nuestra forma de hablar, en fondo y forma, pues no puede existir uno sin la otra.

Si cuidamos así, de manera completa, nuestras palabras, cuidaremos del mundo.